No sabemos enfadarnos

No sabemos enfadarnos. No sabemos enfadarnos sin gritar, sin montar un número, sin echar sapos, culebras y asteriscos por la boca, sin herir al otro, sin detenernos a escuchar el punto de vista de la otra persona. No sabemos quitar la idea de venganza del enfado. Si no me crees, te invito a observar a los tertulianos de algunos debates de televisión o una sesión del congreso de diputados. Fíjate en las palabras hirientes que se dirigen, en sus gestos de desprecio, gritos, desplantes, burlas y aspavientos. Y lo peor de todo es que ese circo nos parece normal. ¿Cómo vamos a enseñar a los niños a enfadarse de manera saludable si los adultos tampoco sabemos hacerlo?

Pero ahí no acaba todo. Como no sabemos gestionar nuestra rabia, en ocasiones, cuando nos enfadamos hacemos cosas que después lamentamos. Pasado un tiempo, una vez que la rabia deja de nublarnos el cerebro, ya entendemos algo mejor el punto de vista del otro, pero ¡ay!, ya es tarde. Ya no podemos retirar las palabras hirientes que, cegados por el enfado, lanzamos a la otra persona. Entonces es cuando empezamos a pensar “Me he pasado ocho pueblos con fulanito” o “Cómo pude decirle (o hacerle) eso”, y los insultos proferidos o la acciones cometidas no dejan de rondarnos por la cabeza como fantasmas. En ese momento, ¡tachán!, entran en escena los remordimientos y, como por arte de magia, ya no estamos enfadados con el otro, sino con nosotros mismos. “Es que no tengo medida”, “Siempre acabo explotando”, “No era para tanto”, “¿Por qué soy tan irascible?”, “No tengo remedio”, nos decimos mientras caemos en el pozo de la culpa cada vez a mayor velocidad debido al peso de los calificativos que nos dirigimos a nosotros mismos.

Puesto que los adultos no sabemos enfadarnos, tampoco podemos enseñar a los niños a hacerlo. De ahí la necesidad de este libro. Enfadarse sin montar un pollo no es fácil porque desde pequeños hemos observado que montar el pollo es como algo inherente al enfado. No obstante, esto último no es así. Una cosa es montar un pollo; y otra, muy diferente, enfadarse. Pero aún hay algo más… En parte, no sabemos enfadarnos porque enfadarse está muy mal visto. Así que aguantamos el enfado, lo reprimimos como reprimiríamos unos malos gases durante el día de nuestra boda en pleno altar, hasta que llega un momento en que ya no podemos más. “Lo que se resiste, persiste” dice un refrán anglosajón. Y cuanto más se resiste, mayor se hace y con más fuerza sale al exterior. Este principio casi universal es aplicable tanto a los gases como al enfado.
En la dictadura del pensamiento positivo, el enfado se considera una bajeza moral, una muestra de no ser lo suficientemente espiritual. En la dictadura del pensamiento positivo, si dudamos de nosotros mismos y de nuestras capacidades nos arriesgamos a pillar una gripe o algo peor, pues en dicha dictadura cualquier enfermedad es considerada el resultado de pensamientos negativos que no hemos extirpado de nuestra mente (he llegado a escuchar ese tipo de barbaridades). En la dictadura del pensamiento positivo, el pensamiento mágico nos mantiene en Los mundos de Yupi, en una eterna infancia en la que siempre pensamos en positivo, somos felices, sonreímos a la vida hasta en los entierros, y nos basta con desear algo intensamente para que el deseo se manifieste. Y, como somos tan megahappies y superchachipirulis, no nos enfadamos cuando tenemos que hacerlo, sino que lo hacemos cuando ya no aguantamos más. Nos enfadamos tarde, mal y de manera explosiva. Resulta curioso observar las dinámicas de algunos círculos espirituales new age. Entre sus miembros se produce a veces una extraña competencia por demostrar quién es más evolucionado espiritualmente, y una de las demostraciones más comunes de superioridad espiritual es la represión del enfado. Quien se enfada, a menos que sea el gurú de turno, cae varios peldaños en la escala evolutiva espiritual a ojos del resto de miembros del grupo.

El enfado es una emoción que, debidamente experimentada y gestionada, nos enseña a poner límites y a respetarnos a nosotros mismos. También puede aportarnos comprensión y cercanía con los demás. Es una emoción tan humana y necesaria como la alegría y la tristeza. En su poema Casa de Huéspedes, Rumi habla de las emociones como guías que nos aclararán algún aspecto de nuestro camino. Ya sea tristeza o malicia lo que sintamos, nos invita a recibirlas con los brazos abiertos, y sugiere que incluso aquellas que aparentemente nos destrozan, como podría ser la rabia, “pueden estar creando espacio para un nuevo deleite”. A veces, se necesita ser muy valiente para decir al otro “eso que me hiciste me ha dolido”. No obstante, en esa demostración de vulnerabilidad se esconden dos posibles tesoros: el respeto hacia uno mismo y la cercanía con la otra persona.

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