El poder de la gracia

Hay momentos en los que, inesperadamente, encontramos la solución a aquello que considerábamos irresoluble. O experimentamos una fuerza desconocida que nos lleva a luchar por lo que más queremos cuando ya estábamos a punto de tirar la toalla. Momentos en los que nuestro trabajo se hace perfecto y, más que obra propia, parece fluir a través de nosotros. La palabra precisa asoma sin ningún esfuerzo ni voluntad consciente; ejecutamos la acción idónea casi sin darnos cuenta y sin dedicarle ningún pensamiento previo; sentimos la necesidad imperiosa de cambiar de planes y descubrimos después que el plan original habría sido una catástrofe. Instantes en los que, de repente, te sientes más cerca que nunca de otra persona y de tus labios surgen unas palabras de sabiduría, que jamás se te hubieran ocurrido en circunstancias normales, que la ayudan a salir del bache en que se encuentra. En esas situaciones, sentimos como si, durante unos instantes decisivos, una fuerza superior y benéfica tomara el timón de nuestra vida para llevarla a buen puerto o para ayudar a alguien. Nos convertimos en vehículos o canales de esa fuerza bondadosa que parece buscar lo que en nuestro yo más profundo todos buscamos.

La gracia es esa ayuda misteriosa tan imprevista; un regalo que nos lleva a sentir menos miedo ante la vida porque, de alguna forma, experimentamos que algo invisible está ahí para ayudarnos. David Richo la define como un poder que está más allá de nuestro control o capacidad de predecir, algo más allá de la simple casualidad, algo que nos bendice más allá de nuestra capacidad de bendecirnos a nosotros mismos. Cuando nos abrimos a esa energía o fuerza superior, nuestro día a día se convierte en una combinación de lo que nos llega espontáneamente y lo que elegimos hacer en respuesta a ello.

Aunque tendemos a relacionar el término gracia con el cristianismo, no siempre ha sido así. Sócrates afirmaba que la excelencia moral era sobre todo un don de los dioses. En la Ilíada y la Odisea, se entiende que detrás de cada logro o virtud del héroe está la ayuda o gracia de un dios. Lo contrario, es la hibris: la creencia arrogante de que nuestras habilidades son todo lo que necesitamos para alcanzar nuestro propósito. Lo cierto es que cualquiera, ya crea o no en Dios, puede observar ese aspecto de la vida que conocemos como gracia. Esa fuerza superior no tiene por qué identificarse con la visión tradicional de Dios. Puede tratarse de un parte superior de nuestra psique, una parte trascendental que va más allá del ego, que actúa a través de la sincronicidad, la serendipitia, algunas coincidencias y la inspiración.

La musa, una figura más allá de nuestro control, no es más que una personificación de la gracia. Emily Dickinson reconoció esa fuerza cuando escribió “manos que no puedo ver” sobre los mensajes que recibía de la naturaleza. El carisma es otra de sus manifestaciones. De hecho, el término gracia que figura en el nuevo testamento es una traducción de la palabra griega Kharis, aquello que da alegría o buena fortuna. El carisma es precisamente un don gratuito, un don con intención de compartirse. En otras ocasiones, la gracia se manifiesta como una imagen que nos ayuda a continuar. Viktor Frankl relata en El hombre en busca de sentido cómo, en un momento de sufrimiento extremo, encontró consuelo al recordar el rostro de su mujer: “Un pensamiento me petrificó: por primera vez en mi vida comprendí la verdad […] de que […] la salvación del hombre está en el amor y a través del amor. Comprendí cómo el hombre, desposeído de todo en este mundo, todavía puede conocer la felicidad, aunque sea sólo momentáneamente, si contempla al ser querido”.

El teólogo alemán Karl Rahner contemplaba la gracia como algo dentro de nosotros que quiere transcender los límites del ego, separarse del miedo y la compulsión, y liberar nuestro yo más creativo. Incluso la veía como una sana tendencia a volvernos completos. No obstante, también encontramos este término, y con un sentido similar, en otras tradiciones religiosas. En el Bhagavad Gita, Krishna dice a Arjuna: “Por mi gracia, pasarás por encima de todos los obstáculos de la vida condicionada”. En el budismo, aunque no hay ninguna enseñanza explícita sobre ella, observamos que la presencia de una ayuda similar a la gracia es un requisito indispensable para alcanzar la iluminación, un estado que nadie obtiene a voluntad y para el que los esfuerzos humanos no son suficientes. De hecho, en esta filosofía se contempla una dimensión de la realidad, la dharma-niyama, que hace referencia al poder del dharma y a la ayuda que recibimos de los bodhisattvas. En este sentido, la gracia se observa como generosidad de los bodhisattvas hacia nosotros.

También encontramos la gracia en la contemplación de la naturaleza. El planeta Tierra, con su sol, estrellas, estaciones, flora y fauna, es una fuente de regalos. La naturaleza es hermosa porque genera y apoya la vida, convirtiendo el universo en algo amigable. El amor a la naturaleza engloba todos los aspectos del mundo natural, también sus peligros. La naturaleza no cambiará para ajustarse a nuestros deseos y tranquilizarnos; sin embargo, la aceptación de todas sus manifestaciones sí nos tranquiliza. La naturaleza es un flujo de ciclos de nacimiento, crecimiento y descomposición que nos recuerda que nuestra identidad individual también es flujo y cambio. Al igual que nosotros, es un canal por medio del cual se manifiesta lo trascendente. Hallamos la gracia, además, en el tiempo, cuando experimentamos el momento oportuno, un momento más allá de nuestro control que va acompañado de inspiración, iluminación o sabiduría. El término griego Kairos hace referencia a ese tiempo que implica oportunidad: el tiempo nos ofrece una circunstancia favorable para que participemos en ella y demos un paso adelante.

Finalmente, la gracia guarda muchas similitudes con el amor. Al igual que la gracia, el amor no tiene que ser ganado o logrado, sino que es un regalo que damos libremente al otro. La gracia también nos es dada libremente, y es ella la que hace que el amor se vuelva incondicional.

Texto de Luz Monteagudo

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